lunes, 22 de junio de 2015

Que Te Vaya Bien...

Que ha llegado el momento, que ya no hay vuelta atrás.
Que debo -me lo debo- escribir y sacar todo el veneno que me va carcomiendo por dentro. Como a esas pobres palmeras infectadas, cuya madera se convierte en serrín. Y, desde fuera sólo se escucha el murmullo, pero por dentro sólo se puede esperar que pare, que pare todo, que acabe ya.

Escribe, déjate de tonterías.
Deja de esperar. Las cosas ya no van a cambiar, no van a ir a mejor. Si acaso, quedarían igual hasta que la más total y absoluta indiferencia acabe convenciéndote de que ya todo da igual. Y es que hay cosas que sólo dejan de doler, cuando dejan de importar. Mientras duela, ya no puede ir bien y, si no importa, entonces, bueno... si no importa ¿para qué más?

Teníamos algo. Lo habíamos construido, día a día, instante a instante, con sus momentos buenos y malos, sus peleas, sus berrinches, sus días de lluvia y sus días de sol. Un día estamos planeando viajes y escapadas y días de playa y agendas de listas interminables y, al siguiente, ya ni siquiera puedo saber si fue real. A estas alturas, que aún duele, porque importa, yo aún me pregunto si fue real, si para ti importó algo todo este teatrillo absurdo.

Tengo miedo de que escribir no me desinfecte esta vez. Tengo miedo de que todo esto no sean más que palabras vacías que se pierdan en el tiempo, que ya no encuentre consuelo ni calma en ellas. Tengo miedo de que hayas roto cosas que necesitaba para seguir viviendo, que no para seguir respirando. Tengo miedo de que esto sea todo lo que quepa esperar ya de la vida.

No te mereces el sufrimiento, ni siquiera eso. No te mereces el consuelo que da el sufrimiento. Deberías llevar por siempre toda esa amalgama de dolor dentro.

Soy una más.
Sólo eso, sólo una más, sin nombre ni rostro que algún día formó - o creyó formar - parte de tu vida.
Ya no... esto ya no sirve de nada. Ni siquiera esto.
Creo que nunca te perdonaré.
Creo que nunca jamás te perdonaré el dolor.

Que te vaya bien.

jueves, 11 de junio de 2015

Olor a Pan Recién Hecho


Hace unos días, mi médico de cabecera me dijo que íbamos a probar a eliminar la lactosa de mi dieta "in a regular basis" para ver si mi alien estomacal decidía hacer las maletas. Y yo, que nunca le había prestado mayor atención, ahora me veo leyendo las etiquetas de los helados y encontrando sólo polos sin lactosa a base de zumos y pensando si habrá yogures de chocolate o batidos que sepan rico. Empiezo a pensar que no. Y de pronto, todo lo que se me antoja es queso de untar, helados cremosos, nata en el flan, flan, croquetas, yogur de chocolate, chocolate (con leche) y un largo etcétera con alto contenido en lactosa.

Al final, la lactosa era sólo la excusa, y esto no es sólo una cuestión alimenticia, sino la esencia más pura del ser humano: desear lo imposible, querer lo inalcanzable y añorar lo perdido. Porque somos como esos niños que sólo queremos ese juguete abandonado durante tanto tiempo que ya ni siquiera sabemos dónde está. En el fondo nunca dejamos de ser esos niños, o actuar como tales, algo, que en un mundo tan desinfantilizado, no deja de tener su lado positivo. De que crecemos no hay duda y, en muchos casos, incluso logramos madurar un poquito pero, a veces tan sólo cambiando esos juguetes perdidos por amores perdidos. Y entonces damos vida a esas relaciones basadas en mantener una proporción equidistante entre la calidez del sentimiento y lo inalcanzable que se nos antoje la persona amada, olvidada, ansiada, sustituida, venerada, rota en mil pedazos.
El ser humano es egoísta, primitivo, caótico.
El ser humano es adorador de los retos antes que de ningún dios.
Pero es aterrador lo antojadizo del alma humana y lo tremendamente estremecedor que resulta que lo único que podamos amar de verdad sea aquello que ya no está, o quizás nunca ha estado, a nuestro alcance.
  
Y yo, que nunca he sido gran amante de los lácteos (quesos, yogures, leche) me encuentro preguntándome cuántas cosas más echaría tanto de menos desde el mismo instante en que se encontraran fuera de mi alcance. Qué parte de esa niña que vive en mi interior -para bien y para mal- echaría tanto de menos lo que no tiene, que dejaría de darse cuenta de todo lo que sí que tiene (metafóricamente, hablemos de patatas fritas, pastas y arroz, pizza, pepinillos agridulces, boniatos asados o mazorcas de maíz).

Yo no quiero que me quieras por inalcanzable, ni por reto, ni por nada que no sea querer -querer de verdad- la parte más genuina de mí misma. Yo no quiero ser la lactosa prohibida en la vida de nadie, sino ese pan de cada día -crujiente por fuera, tierno por dentro- que aún viéndolo, saboreándolo, teniéndolo a diario, te haga levantar la cabeza cuando cada mañana pases junto a la panadería. No quiero, no quiero ser la lactosa prohibida, no quiero ser anhelada por inalcanzable, sino ser amada como olor a pan recién hecho que te recuerde a casa.


Dejémonos de fertilizar con lágrimas el abono de las margaritas.
Porque al final, todas esas margaritas acaban deshojándose en un no.