"Aquella mañana había comenzado como
cualquier otra mañana. Un día frío, inusualmente frío a aquellas
alturas de septiembre. Tomó un pañuelo algo grueso con que cubrir
su cuello antes de enfrentarse a ese nuevo día. Eran apenas las
nueve y en la calle, el ajetreo ya llevaba algún tiempo dándole
sonidos al pavimento - ruedas de coches, conductores que iban tarde -
, a las aceras - tacones, zapatos de charol encerados repiqueteando
como gotas en un cristal -, niños quejosos que no querían ir a la
escuela - Javier, Roberto, Carlos -, una madre abrigando a su hija en
la parada del autobús, un anciano matrimonio que, caminando con
medida parsimonia una del brazo del otro, parecían luchar - a su
manera - contra ese nuevo estilo de vida. Ahora que podían. Ahora
que habían entendido que la vida con prisas, no se disfruta igual.
Adelaila y Mario se habían conocido
cuando España aún vivía en blanco y negro, cuando la tecnología
no era una prioridad para nadie, cuando los patios de vecino hacían
que, a su manera, cada edificio fuera como una gran familia. Y ahora,
que Mario llevaba mucho tiempo jubilado y Adelaida podía disfrutar
de su tiempo libre, ahora que los hijos ya estaban criados - como
hombres y mujeres de bien - y que los nietos les robaban todo el
tiempo que ellos con gusto se dejaban robar, a ellos les gustaba
pasear, cada día, por la mañana. Iban calle arriba, todo recto, la
segunda a la izquierda, pasaban por un quiosco, giraban a la
derecha y de nuevo a la izquierda y llegaban así al puente, el
puente donde solían ir cuando eran novios - cuando las distancias
parecían mucho más lejanas, pero se cubrían con mucha mayor
facilidad - y que habían visitado casi cada día de su vida desde
entonces. Luego, compraban el pan y, si era tarde y tenían algo de
hambre, a pellizquitos, iban arrancando pequeños pedazos de vuelta a
casa. "
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