Compré algunas chocolatinas en Alejandría, antes de dejar la ciudad, mientras miraba el reloj apurada, con esa vocecilla que repetía insistentemente "llegarás tarde... el chocolate es lo de menos, deja eso... !vete ya¡". Pero el coche que debía llevarme a mi destino no llegaba y yo me entretenía eligiendo chocolatinas en un puestecillo donde la fábrica de Charlie se habría quedado en pañales. Antes de pagar, aún me demoré un instante mirando los cómics que ofrecían y, metiéndolo todo en la mochila rosa - donde además llevaba el portatil, ropa, mi pasaporte y algo de dinero - me despedí de mi amigo alejandrino y me monté en el coche.
Y ahí, comenzó todo. Comenzaron los kilómetros recorridos, los paisajes que llegaban y quedaban atrás en apenas unos instantes - vi muchas cosas pasar al otro lado - mientras yo enviaba mensajes, recibía mensajes, comía strepsils y ofrecía strepsils. En el coche sonaba Hamaki, mientras mi mente pasaba imágenes como diapositivas con ese "click" tan característico de las antiguas máquinas. A esas alturas, yo sabía que quedaba un largo viaje hasta alcanzar mi destino, a esas alturas sospechaba que serían muchas las cosas que ocurrirían hasta que a la noche pudiera descansar mi cabeza sobre mi colchón asignado en ese nuevo y temporal hogar. Y aún más, a esas alturas, estaba completamente segura de la incertidumbre que me acompañaría hasta que tomara el tren de vuelta, la misma mañana de mi cumpleaños, apenas tres o cuatro días después.
17 de Octubre de 2011
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Creo que aquellos pocos días te cambiaron la vida. O, al menos, te dieron razones para cambiarla por ti mismo. O eso creía y digo "creía" porque no lo hiciste y "creo" que ni lo intentaste. A estas alturas - mientras edito un borrador escrito y guardado hace más de un año - de lo único que estoy segura es que necesitaba darme cuenta que esa era nuestra despedida. Y que, a partir de entonces, nos convertíamos en extraños.
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