Echo de menos Estepa.
Ni siquiera sé si por sí misma, por su gente, por su tranquilidad o por lo que allí viví. Pero la echo de menos. La echo tanto de menos, que no hay un día en que no me acuerde de ese mes escaso que me cambió un poquito, para siempre.
Muchos días, cuando me levanto sin nada que hacer, pienso en cómo aquellos días me levantaba y aún era de noche, cómo me abrigaba y nunca olvidaba la gorra (quién me lo iba a decir a mí). Cuando salía de casa, con todo oscuro, no había un alma en las calles estrechas, flanqueadas de casitas blancas, y mis pasos resonaban sobre los adoquines de piedra, excepto cuando creyendo que se avecinaba llovizna, me ponía mis botas de agua en las que acababan colándose terrones de tierra y piedra y que apartaba con los deditos de los pies hasta que tenía que quitármelas y dejar que cayeran. Pero daba igual, porque para cuando se me llenaban los pies de tierra, yo ya había visto amanecer entre los olivos y la sensación de paz me embargaba lo suficiente para dejar de darle importancia a esas cosas.
Un rato después, sobre las 10.30 u 11 parábamos para desayunar, aunque yo lo hacía a desgana porque no tenía apetito aún pero agradecía esos 10' en los que poder sentarme en el suelo, muchas veces tierra húmeda, respirar aire fresco y que el sol me hiciera cosquillitas en la espalda.
Y acababa el jornal y llegaba a casa a las dos y algo, reventada pero satisfecha y me sentía bien y la espalda dolía un poco menos (supongo que la felicidad es el mejor analgésico), porque a esa hora ya había trabajado mis siete horas y tenía toda la tarde por delante. A esa hora, ya había aprovechado el día y había ganado, con mucho esfuerzo, mi jornal diario. Y me sentaba a comer en la terracita, muchas veces después de descansar un rato, y entonces casi se me hacía la hora de ver atardecer sobre la sierra. Charlaba con Patricia antes y durante y, a veces, también después, de trabajo, de olivos, de Córdoba y Sevilla. Y así se nos pasaban los ratitos muertos.
Y entonces estaban esos viajecitos al Mercadona, un par de veces por semana, en los que siempre caía algún caprichito innecesario con el que me mimaba (chocolate, patatas fritas, galletas) que muchas veces me hacían llegar a casa a la hora de cenar algo (sobre las 8) para poder acostarme temprano, tener esa charlita de cada noche y dormirme a tiempo de descansar mis siete horas en ese colchón envolvente y achuchable en el tomé la costumbre de abrazar mi almohada sonriente (nunca me ha quedado claro, pero creo que es una pieza de sushi con ojos).
Y estaban los paseos puntuales por las calles, donde a menudo olía a almendra tostada y canela. Y la sensación de ser una forastera medio a escondidas. Y estar por fin trabajando, aunque fuera lejos de casa, porque entonces algunos fines de semana estaban los viajecitos de vuelta a casa (esa sensación de pertenencia y de regreso al hogar) y los viajecitos de vuelta a Estepa (esa sensación de satisfacción personal y autosuficiencia)
Y por la noche, siempre esperándome, las estrellas, esas estrellas mágicas en un cielo azul, que probablemente sean las más bellas que haya visto en mi vida. Y les echaba un vistazo justo antes de meterme en la cama, sintiéndome bien.
Supongo que en eso consiste todo, en sentirse bien cuando te echas a dormir por la noche. Sentirte en paz, sentirte capaz.
Lo echo tanto de menos.
Pero tanto, tanto, que creo que lo echaré de menos para siempre y ese trozo de mí quedará siempre huérfano de los olores a canela, de las calles empedradas, de los olivos y las vistas a la sierra.
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