Una de mis momentos favoritos de 2013 es que comencé a conducir en algún momento de Marzo y, desde mayo, pude hacerlo de manera autónoma y liberalizadora. De pronto, conocí la sensación de libertad que tantas veces había evocado, sin acabar de comprenderla. Parece irónico, que para liberarte, necesites de un gran armazón de metal y similares. Pero si abres las ventanas hasta abajo y pones la radio a todo volumen, de pronto, parece que volar no es un sueño tan lejano.
Me gusta conducir. Es similar a lo que sentía al patinar o lo que sentí aquel día que monté en moto, aunque los vaivenes y curvaturas no dependieran de mí. Y creo que en la satisfacción de sentirme libre, es donde realmente encuentro la felicidad, la realización y la paz.
Y yo pensando toda la vida que había que buscar la felicidad en elementos completamente diferentes. No estás conmigo y eso, durante algún tiempo, ha dolido más de lo que estoy dispuesta a admitir. Sin embargo, que no te tenga para compartir mi felicidad no debería significar que esas porciones tan densas de felicidad que puedo encontrar... por ahí... deban ser mermadas o desperdiciadas. Esta semana, he tenido muchos ratitos de esos, porciones, completas, piezas maestras de escenarios en los que poco podía imaginar tal desenlace. Y conducir, perdiéndome por las calles de Sevilla. Recitales, conciertos, tu brazo en mi cintura y tu mano tatuando las hojas de un libro recién estrenado. Y perderme por Sevilla. Cenas y cumpleaños y reencuentros y desencuentros. Volver a casa huyendo del frío. Meterme entre las sábanas moteadas que utilizo cuando las noches sevillanas rompen la tregua y el otoño invita a pasar al tardío frío de Noviembre. Más cenas, más encuentros, más charlas mientras parpadeo para humedecer los ojos que se quejan de tanto maquillaje. Risas, besos, amigas del colegio, recuerdos, melancolía. Y noches en Sevilla en las que perderme, cuando no puedo perderme en ti.
No creo en la suerte, ni en las casualidades, pero sí en la intuición y el destino. Todo tan etéreo y tan poco tangible. Y a la vez, todo tan poco científico (y, por ende, demostrable de alguna manera). Así que pienso que a fin de cuentas, cada uno elige en qué creer, sin nada más allá que esos ideales que se adapten mejor a nuestra piel -esa cobertura de diversas formas, colores, extensiones, formas que mantienen todo lo que somos de una pieza, bajo ella-, que formen capas entre los huesos y los músculos y se queden ahí, pegaditos, formando una parte indispensable, inquebrantable de nuestro propio ser.
Risas, besos y noches en Sevilla, en las que perderme,
cuando no puedo perderme en ti.
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