La luz del cirio titilaba sobre su cordón y, a veces una pequeña brisa de aire, la hacía dudar, bamboleándose hacia los lados, amenazando con la oscuridad más absoluta. La mano introdujo la pluma en un pequeño frasco de tinta china, oscura como la noche que intentaba adueñarse de la estancia. El ruido de la pluma rozaba el pergamino con suavidad, arañándolo cuando la tinta se secaba. Escribía con paciencia, una paciencia infinita. Una letra tras otra letra, que formaban palabras, que a su vez formaban frases que oscilaban entre sus dedos… El monje dejó la pluma a un lado con cuidado, cerró el bote y con un suave soplido, apagó la vela.
Tanteando con la mano, salteando los pocos muebles que hacían de aquel espacio su hogar, andaba despacio, pacientemente, arrastrando los pies. Llegó al camastro. Se tumbó. Expiró, con una sonrisa dibujada en sus ancianos labios, con los ojos brillantes y serenos, con las manos cruzadas sobre su pecho. Manos manchadas de tinta china, oscura como la noche que se había adueñado de la estancia.
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