En la cocina, con la cabeza apenas llegándome a la encimera, veía a mi abuela preparando bocadillos. Llevaba un delantal blanco con pequeñas flores turquesas y verdes, sobre un vestido de verano. Migas de pan a la altura de mis ojos, elegía el relleno de mi bocata...
Ya había caído la noche y yo, duchada, preparada para irnos, estaba impaciente... La ilusión, esa ilusión tan intensa que se siente sólo de niño, se desbordaba por los poros de mi piel. Un poco después, los bocatas, nuestra cena, descansaban en una bolsa. Yo, en mi asiento de siempre detrás del conductor, miraba el cielo mientras atravesaba los caminos de tierra. Las piernas, cortitas, cabían en su totalidad sin necesidad de doblarse por la rodilla. Mi corto pelo rubio platino repeinado hacia un lado, mi colonia de verano y mis apenas tres o cuatro años.
Ya había caído la noche y yo, duchada, preparada para irnos, estaba impaciente... La ilusión, esa ilusión tan intensa que se siente sólo de niño, se desbordaba por los poros de mi piel. Un poco después, los bocatas, nuestra cena, descansaban en una bolsa. Yo, en mi asiento de siempre detrás del conductor, miraba el cielo mientras atravesaba los caminos de tierra. Las piernas, cortitas, cabían en su totalidad sin necesidad de doblarse por la rodilla. Mi corto pelo rubio platino repeinado hacia un lado, mi colonia de verano y mis apenas tres o cuatro años.
Y allí estaba yo, impresionada, ilusionada, expectante, viendo a Rambo correr entre la maleza, en la sesión noctura de un cine de verano. Comiendo mi bocata con un gran vaso de refresco, a mitad de la película. Me sentaba entre mi tía y mi hermana en un largo banco de hierro oscuro, que se apoyaba en el albero que había sido regado y estaba fresco. Ese olor a humedad, a calor, a hierro, olor a palomitas, olor a verano... y la cálida brisa con aroma a damas de noche, el olor de las noches de verano en Sanlúcar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario