Calles empedradas y olor a canela en el aire.
Aquí encontré mi hogar. Un hogar con fecha de caducidad pero que, durante un tiempo, me perteneció. Y yo le pertenecí. Un lugar alejado de todo, autosuficiente, independiente, añejo. Y la gente en sus calles y la vida en sus calles y el silencio en sus calles. Por las mañanas, escuchaba las campanas que sustituyen al gallo que ya no se escucha al alba y salía a la calle cuando ni siquiera el sol lo había hecho. Dormía poco y la pereza siempre me recordaba lo bien que se estaba en la cama, cinco minutos más. Entonces tenía que desayunar de pie o mientras conducía porque iba justa. Pero siempre llegaba a tiempo. Aparcaba, cruzaba la calle y subía a toda prisa los 12 ó 13 escalones que me separaban de esa casa, en la calle X, donde me montaba en el coche y durante unos minutos, miraba twiter, fb, whatsapp y acariciaba distraída al pitbull-todo-amor que miraba desde la parte de atrás.
No negaré la dureza del trabajo de campo. Hacerlo sería insustancial. Hacerlo sería un sinsentido. Pero ¿y qué? lo conseguí. Superé, día tras día, mover fardos de metros y metros de tela, en muchos casos cubiertos de aceitunas, de barrer cojollos y ramas caídas sobre las telas, mientras me metía por debajo de las copas de los olivos y aguantaba el bocado en la espalda que me quemaba, de arrastrar las telas donde vaciar aceitunas por la tierra, de que hiciera frío, calor, incluso lluvia, de tragar polvo, de que me salieran ampollas, callos, moratones en las uñas de los pies. Pero ¿y qué? lo conseguí. Y me siento orgullosa de haberlo conseguido, contra todo pronóstico. Y pensando en mis cosas, pasaban las seis horas o casi siete, en algunos casos, y volvía a mi coche. Y conducía a casa. Y aparcaba. Y subía a casa y me duchaba y me tendía a descansar o comía, sabiéndome capaz de todo, serena, satisfecha (todo el mundo debería sentirse así, quizás debería ser un Derecho Básico Universal. Ojalá). Normalmente almorzaba en la terraza, a excepción de aquellos días de frío que sólo vinieron a dar un susto en medio del verano que se abría en este otoño. Porque desde esa terraza puedo ver la sierra y las nubes que pasan paseando sobre ella. Por la noche, cuando sentada fuera miraba las estrellas, que alumbraban las casas silenciosas de esas personas silenciosas, pensaba en cómo esas lucecitas blancas quizás ya no existían, pero qué belleza tan grande ofrecían incluso después de haber muerto para siempre.
Me gustaba ir paseando a los sitios, a excepción de mis viajes al Mercadona. Porque siempre iba a por una cosa o dos. Y siempre acababa saliendo con una bolsa de cosas que sin llegar a ser caprichos, no eran del todo necesarias, pero sentía merecerme por el esfuerzo diario. Y andando, podía cubrir las distancias que me separaban de cualquier punto en el pueblo, aunque las calles empedradas estén llenas de cuestas. La Farmacia, la casa de Angelita, el supermercado San Enrique (donde iba sólo a comprar molletes de Ecija).
Me quedo con el olor a canela, a almendras, a azúcar de sus calles. Creo que es lo primero que pensé, que este pueblo atraía con olores a viajeros perdidos. En el fondo, creo que no estaba demasiado alejada de la realidad, yo era una de esos viajeros extraviados, que buscaban su lugar, que buscaban sosiego y alimento para el alma, más que para el cuerpo. Encontré ese alimento en lo alto del Cerro, en la imagen de las montañas y el atardecer en mi terraza, en dormir temprano y levantarme temprano para llevar a cabo la obligación que no se podía posponer. Yo encontré sosiego en el aire puro, en la calma, en la naturaleza, en echar de menos por ausencia y no por necesidad. Yo encontré sosiego cuando me encontré, cuando me supe autosuficiente, cuando me supe capaz de hacer eso que (casi) todos me dijeron que no podía hacer. Porque ahora sé que soy capaz de cualquier cosa, ahora sé que la fortaleza se encuentra cuando te enfrentas a las cosas que te dan temor y las superas.
A sus calles empedradas, la luz limpia de sus estrellas, a la paz de lo más alto del Cerro, al olor de sus calles: gracias por acogerme.
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