viernes, 28 de diciembre de 2012

El Hilo de Oro


Me pilla de improvisto, no me lo espero. Como un jarro de agua fría, en la que casi casi se pueden ver copos de nieve, la idea me cae sobre la cabeza, empapándome los hombros, calándome hasta el alma. Me doy cuenta entonces y ni siquiera intento negarlo porque es demasiado evidente para no querer verlo. La idea, pequeña y aterradora idea, de que mi mente olvidó por completo aquel momento a sabiendas de que así me protegía del dolor y me daba esperanza, me congela. Casi casi tanto como esos copos de nieve que me van calando, la ropa, la piel, los huesos, el alma.

Recuerdo entonces el puente, recuerdo la furia, recuerdo la insidia y recuerdo sobre todo, el dolor producido por la impotencia, por la frustración, por la rotura - de una vez y por todas - de aquel hilo de oro que nos unía, tan resistente que nada, a lo largo de ocho años podía haberlo roto. Recuerdo las dos fatiras en las bandejas de corcho, cubiertas por papel de aluminio, calientes, humeantes, reconfortantes, en aquella bolsa de plástico en la que rezaba, en grande y con letras rojas, el nombre del restaurante.

Te ausentas un momento, el suficiente para que me plantee si no debería marcharme de allí, dejándote la bolsa en mi lugar, irme, quizás una nota - y desear que, con suerte, nadie la cogiera a su paso. Irme, no estar a tu regreso. Desaparecer, por y para siempre de tu vida. Y la idea parece atractiva y tentadora. Sé que soy capaz de hacerlo, pero temo las consecuencias, temo que no me llames si vuelves a tiempo de verme alejarme y temo no volver a saber de ti. Pero mi dignidad es todo lo que me queda y no estoy dispuesta a arriesgarla. Y, mientras lo pienso, tú vuelves. Y, con tu vuelta, se esfuma la idea, porque entonces ya es demasiado tarde para desaparecer.

Caminamos en silencio junto al río, sin saber muy bien hacia dónde dirigir nuestros pasos. Intento encontrar las palabras pero mi mente está en blanco, intento hacer que el enfado desaparezca, intento no dejar que todo eso arruine ocho años de buenos recuerdos. Has vuelto y pareces calmado, pero distante, triste, derrotado, en paz. Yo no quiero, no quiero, pero no puedo evitar alejarme de ti. Y cenamos en una extraña estructura de madera junto al río, apenas pruebo bocado, mi estómago se ha cerrado, como mi corazón, como yo misma. Soy incapaz de sonreír. Esa noche, puedo escuchar los crujidos de los pasos sobre el asfalto, de vuelta a casa.

Ahora lo recuerdo todo, tan nítido y claro. Y me pregunto cómo es que he sido capaz de sumergir este momento en el olvido de una memoria que es incapaz de olvidar. Aquel momento lo cambió todo, aquel fue el giro drástico que acabó con todo lo que podíamos haber sido. Creo que por eso mi mente decidió que era mejor aislar el recuerdo, pretender que nunca ocurrió. Pero el olvido es cosa de dos y, ahora, ya es demasiado tarde para mí.

Lo siento.

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