Recuerdo el trabajo que me costó esta vez tomar el metro por primera vez. Se encontraba a apenas 100 metros de casa, quizás menos. Un par de minutos a pie, quizás menos. Recuerdo que fui dándome largas los primeros días, pero tarde o temprano tenía que llegar el momento en que necesitara ir al centro y, con el tráfico que caracteriza la zona, lo mejor era siempre... precisamente... el metro.
El primer día me recogieron en coche, necesitaba ir a Carrefour a por algo de comida, agua embotellada, una tarjeta sims y cambiar euros por libras egipcias. El segundo día, creo recordar que me quedé en casa. El tercer día, ya fue inevitable.
Así que me duché con tiempo, intentando evitar contranatura el llegar tarde. Necesitaba ir a la Opera, lo cual era fácil, conocía el camino, las estaciones, lo había hecho mil veces. Entonces ¿por qué este año parecía diferente? Salí a la calle, debían ser las 4, las 4.30 quizás y aún quedaba en aquel cielo abierto y teñido por la oscuridad noctura que parecía inevitable un poco de luz, como las sobras del día, lo que ya nadie quería. Anduve con paso firme, con mis gafas de sol y echando de menos mi mp3.
Llegué a la taquilla, entregué mi libra, recibí el ticket amarillo y aburrido. Piqué, salí al andén, crucé de lado, busqué el compartimento sólo para chicas y esperé. 9 estaciones, dirección el Marg. Sadat. Cambio de ruta y una sola estación más, dirección Giza.
Cuando salí del compartimento, me uní a una marea humana de rostros perdidos. Me mantuve alerta, subí las escaleras mecánicas. Y alguien me dijo hola, pero no miré... "Cristina", una cara conocida, se encontraba a tan solo dos metros de mí. Había llegado a mi destino. Sonreí.
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